A finales del siglo XIX la luz eléctrica entró con fuerza en la iluminación de los teatros de Europa. Aunque ya en 1849, en la obra El profeta de Meyerbeer en la Ópera de París, se había utilizado un reflector de luz eléctrica, no fue hasta la década de los 80 del XIX, cuando los teatros empezaron a contar con un catálogo de formas de iluminación. Este catálogo había sido diseñado por el entonces director de la Ópera de París, Duboscq.
Gracias a la incorporación de lámparas eléctricas en los teatros, surgieron otras posibilidades ópticas. Uno de los primeros teatros que inauguraron un sistema de iluminación completamente eléctrico fue el Alla Scala de Milán.
Si debemos resaltar un nombre en la historia de la iluminación eléctrica de los teatros es, sin duda, el del escenógrafo Adolphe Appia. Entre 1882 y 1886, Appia descubrió las obras de Wagner en el teatro Bayreuth y quedó impresionado con la presentación de Parsifal en 1882. Una década más tarde, entre 1891 y 1892, Appia diseñó una puesta en escena y unos decorados para tres obras de Wagner: El anillo del Nibelungo, Los maestros de Núremberg y Tristán e Isolda. Abstraído por el mundo wagneriano, en 1895 publicó La puesta en escena del drama wagneriano.
Con esta publicación, Appia pretendía solucionar la incoherencia que suponía para él, el contraste entre la escenografía bidimensional (hay que tener en cuenta que estamos hablando de decorados pintados) y los actores que representaban el elemento tridimensional. Appia abogó por el papel de la iluminación para la creación de espacios tridimensionales y la creación de una escenografía construida para la ocasión.
Así pues, podemos sintetizar la aportación de Adolphe Appia en:
- rechazo a la decoración pintada y defensa de la tridimensionalidad en la escenografía
- nueva concepción del espacio teatral a través de la iluminación, es lo que conocemos como creación de ambiente
- utilización de las sombras como recurso dramático de la obra
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